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domingo, 3 de enero de 2010

El primer esquizofrénico.


La espesura del bosque no permite que la luz del sol alcance su figura encogida. Tanto mejor para el perseguido. Hay ojos que no deberías saber que están vigilantes, atentos a algún traspiés que te provoque una raíz traviesa que emerge. Camina como lo haría una alimaña culpable, arrastrando los pies sin ocuparse de las huellas que deja tras de sí. Vaga entre el odio y la sorpresa, deseando confundirse con el color sucio de barrizal que molesta sus pasos. Si mimetiza, invisible, nadie le encontrará.


Porque si alguien precisa una venganza, será encima de él que recaerá el peso futuro de la historia. Siglos y siglos de recriminaciones lo empequeñecerán hasta hacer vil su nombre, a golpe de escupitajo.

El sudor impregna su piel como un abrigado manto, hecho de culpas veniales e inocencias mortales. Incómoda la tela invisible que tapona los poros, sin permitir respirar al corazón seco. El hombre que solloza, lo hace desde la base más honda de las entrañas.
Lejanas voces resuenan cada vez más cerca, le erizan el cabello y le provocan temblores. Se murmura a sí mismo, sin oirse siquiera.



“Fue su voz… ¡Me obligó a hacerlo! Quise soportar la tortura incesante que vertía mandatos venenosos en mis oídos. Era imposible arrancar su voz de mi cerebro. Me llenó de ira el dorso de mis ojos. ¡Me los heló con sangre! Maldita sea, no ha sido culpa mía… El guió mi mano mientras ordenaba. No fue jamás mi deseo. Sus aristas se clavaron en mí, fui una piedra proyectada hacia una dirección caprichosa… ¡Anulando mi voluntad! Ahora desgasto mis pies escapando de los remordimientos, llagando mis tobillos desgastados ¡No soy más culpable que un objeto que se manipula para un fin! ¡Ese que desconozco y por el que me juzgaran, eternos los cielos!...”

Las invocaciones, gritadas para elevarlas hacia las copas de los árboles se acercan.

Alguien llama a Abel…

Caín, presa del pánico, palidece y aterroriza su cuerpo.

Se esconde, enterrándose vivo en húmedas y eternas oscuridades.


Un relato de Susi Romero de la Torre.
Lasosita.

 
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