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¡Bienvenidos a "Ejercito de Poetas"!

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lunes, 21 de febrero de 2011

Inconveniente en humo.



Necesito un cigarro con urgencia, ¿sabes? No sé si tú también fumas, tal vez pudiera trasgredir las normas, abriendo un poquitín la hoja de la ventana. Nadie se daría cuenta, ni siquiera tú. Porque fumar es un acto íntimo que compartido, teje hilados silencios y suspiros. Tú no puedes. Estás extendido sobre el fino colchón, tan desnudo, tan moreno, tan hermoso; casi eterno. Tus facciones descansan, libres ya de preguntas, de dudas, de tormentos. Eres en mí, un café negro bien cargado, fuerte, solo en la inmensidad del posado, caliente como las ansias que devoran mis labios y mejillas al permitir contemplarte. Una calada al menos, me sentaría de fábula para restablecer mi equilibrio, ese que tú posees por entero. Así, seré capaz de no apartar la vista de tu cuerpo, que durante esta noche es mío. Te confieso que desde que enviudé, no he vuelto a recrearme con la visión pausada de una piel masculina. Llámame reprimida, si te parece. Tú me entenderás ahora. Hay una barrera infranqueable entre la muerte de un cuerpo que ha estado tan dentro de ti, pensar en el agusanamiento propio de tal estado, y la integridad dérmica que se ofrece con el sexo. Una idea que te hace visionar tierra y respirar olor a moho cuando te dejas besar con lengua. Supongo que se me pasará. Tal vez cuando me decida a beber más de la cuenta, en el marco adecuado de una ciudad y bar desconocidos. Cuando un pecho varonil no exponga cicatrices resaltadas de ensañados bisturíes. No te contaré nada sobre él. Llegó y se marchó, tal como vino. Con toda su carga magnética, esa que hoy reconozco, también posees. Llevo escrito en la mirada que estoy viuda desde hace cinco años. Bueno, casi diez. Tal vez veinte. Esta confusión que muestro, tan importante, pues la cantidad de tiempo lo es, también es banal. Se diría que nací así, con éste estigma en la palma de mis manos, como marca de una ganadería humana. Una res sin dueño.

Una viuda es un margen de página, dicen; un aparte blanco, vacío que se superpone a líneas que no están consideradas como tales. Alguna gente las considera inútiles, porque si no tienes un hombre, suponen que falta una parte de ti, la más importante. No eres socialmente provechosa.

Que la circunstancia de mi condición, encima de la etiqueta rebajada de mí misma, esté en ser más o menos joven, es una maldición tremenda. Digo frente a quién mira, soy viuda y obviará el resto de mi persona, créeme: la imagen creada o recreada subsiguiente es de una mujer vestida de negro, altos tacones, resuelta a morder la vida a golpe de melena. No faltan al tópico medias de rejilla. Digo yo, se rasgan enseguida: no es lo más apropiado para corretear por los cementerios. Y fumar con ademán altivo, estaría hasta apropiado.

Soy viuda, digo, y a través del mundo sensorial cegado, me convierto en mujer casi anciana, con zapato plano, cierto descuido en el vestir, arrugas en el rostro y raíces canosas de tamaño de una falange anular. Imprescindible que peine con las manos una melena corta y lisa, sin restos de peluquería. Todo lo más, vestiré de eso que llaman alivio; fondo floreado en negro con tallos en blanco; una concesión a los diseñadores, a los que lanzo desde aquí un reto de pasarela. Antes de que igualemos nuestra esperanza de vida con la de los machos con caducidades tempranas.

Desconozco, dada tu juventud, si estás al tanto sobre la fama que tenemos las viudas, etiquetadas en una u otra categoría. Que no me vengan con fingimientos ni melindres. Hablo de popularidad sexual. Parece que tan pronto has puesto a tu marido a buen recaudo, ya sea debajo de una lápida o dentro de ella, te conviertes en una mujer necesitada. Ya sabemos nosotras lo que significa para los hombres la palabra necesitada; qué estás pidiendo a gritos uno de ellos. Pobrecita naufraga. Creen que eres un barco a la deriva, sin capitán ni timón que te guíe. Igual que si hubieras enterrado también toda tú inteligencia. Desde ese momento, te conviertes en carnaza de salón y de ventana. Los vecinos escudriñarán tu moral con intensa dedicación, todavía peor, también el objeto de tus sonrisas.

Sentirse vigilada es igual que colocarse un grueso abrigo en un caluroso día de agosto. Molesta. Incomoda. Además me he fijado que mis vecinas/os, han decidido hacer turnos para espiar mis entradas y salidas. Quizás mi nombre haya sido uno de los puntos de charla en la reunión de la comunidad, lo que no deja de ser un anuncio a favor de mi promoción social. La prueba fue el preguntarle a uno de los más oteadores, el del quinto piso, si sabía dónde había aparcado mi vehículo. Sonreí con timidez fingida, lo cual es lícito con los oteadores implacables, comentando mi olvido. A cambio recibí una detallada descripción sobre dónde, cuándo y cómo. Además de sugerirme que la maniobra debería ser más abierta hacia la derecha, para no volver a rozar con la columna que divide mi espacio, con el del vecino del primero. Después murmuró algo sobre “el sentido distraído de las medidas, en mujeres que osan conducir”

Si pudieras, te indignarías conmigo.

Aparto una almohada y te ciño otra al costado. Sigo con la vista tu cadera, colocándola en una posición anatómicamente perfecta. No te comento alguna mancha lívida. Hasta el próximo decúbito. Este verano has tomado mucho el sol. Sin embargo, yo he huido de la carne humana con aroma a bronceador: oculta interiores que tal vez quisiera conocer.

Los amigos y amigas se han disuelto bajo el pésame enlutado. Han desaparecido, cada uno fagocitado por sus motivaciones y sus vidas. Unas odian verme desparejada: soy susceptible de ligarme a sus maridos/amantes/novios. Otros, temen que su mujer desconfíe que los busco por los rincones… sospechando que quizás los encuentre. Me preguntarás por las otras viudas/solteras/separadas; te diré que están a buen recaudo en casa, con alivio bicolor y zapatillas planas, preguntándose en qué punto de su vida se han quedado y cómo dejarán de rascar la chapa de su coche contra la columna del aparcamiento. Mujeres deprimidas y tristes en su mayoría. Alguna otra valiente ha marchado de este pueblo. Pero a mí me gustaría permanecer aquí; tal vez para rasgar mis medias de rejilla colocando tallos de rosas en el florero de la tumba de mi antigua mitad.

Tengo que vigilar tus conexiones. Todas ésas sondas que te agarran a una vida que ya no tienes. Me acerco a ti, con látex enguantado. Si vistiera de otra forma, con otros colores, con otro tejido, podía parecer una mujer que se acerca a su amante, que tendido entre sábanas, la espera. Tenemos toda la noche por delante. Son muchas horas confidentes si hoy no fuese tu última noche y no fuese mi turno de trabajo. Minutos agrupados proclives a crear hilos entre almas, anudando verdades y mentiras, invocando susurros, murmullos, incluso en la ceguera de las sombras de música y copas, naciera entre nosotros un beso. Cuando el cristal se opaca, las diferencias transparentan. Pero las realidades que nos rodean son otras. Diferentes. Delatoras. Graves. No resisto pasar mi mano por tu frente. Sé que no tienes fiebre, ni sudas, ni sientes. Remuevo con dos dedos tu flequillo. Hermoso y fuerte, con tu mandíbula cuadrada y barba que ya no crecerá. He visto a tu chica a la entrada. Se la ve bella, joven, llena de vida, aunque estuviera deshaciendo el mito caudaloso del diluvio universal. También estaban tus padres. Les han dicho mitad de verdad. Necesitan preparación para ubicarte en sus vidas sin que jamás tengas ubicación. Estaban sentados muy distantes, solitarios en un dolor común. Creo que te pareces a tu madre. Una mirada firme enclavada en algún punto fijo frente a ella, en la pared impersonal. Sostenía tu padre la ficha con tu nombre igual que se aferran los hombres a las mentiras, cuando están bien contadas, dirigidas y protagonizadas por guiones creíbles. Digo que te pareces a ella, porque hace dos minutos he leído tu historial. Y porque tienes su mismo color de ojos, bajo la luminosidad gritona de mi pequeña linterna. No me pareces alguien capaz de creer a sabiendas una mentira. Alguna gente afirma que escuchas, obviando el ruido incesante del respirador y los monitores. Yo continúo contándote mi vida, bajo la luz artificial. Pero hasta este momento, es la tuya la más brillante, la protagonista de esta noche, que nos ha permitido unirnos en este horario infernal, nada romántico en nuestro caso.

Un dolor de cabeza te trajo varias veces a urgencias. En la entrada dejabas aparcada tu moto. Te despojabas del casco, dejando ver tu rostro moreno, de hombre recién horneado; y ahora aquí, sobre la gráfica que he rellenado lentamente en esta madrugada, esperan suceda el amanecer para notificar tu muerte. Para donar lo que acariciado con mi vista, lo que he cuidado, mimado y amado en esta sombreada ráfaga de limbo. Yo estoy aquí, en la vida, tú por ahora, también. Solamente has virado hacia el más allá, un poco, como para tomar contacto. Como quién contempla un paisaje que va a recorrer.

Todo sucedió tan rápido. Una sonrisa mortal. Un parpadeo del tiempo. Ellos, los tuyos, ya lo saben; el interior de las personas no desconoce apenas nada, son sus mentes las que se empeñan en proteger los frágiles corazones. Escucha, mi confidente, mi amigo, mi acompañante; necesito con urgencia fumar. Abriré un poco la ventana, lo suficiente para que el aire madrugador llegue por última vez hasta tu piel; yo devolveré el humo gratificando el tiempo pasado contigo. Gracias por esta inesperada cita. Tengo la seguridad que jamás olvidaré esta noche.

Y mañana… dejaré de fumar.

 
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